martes, 13 de diciembre de 2011

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Ustedes van a decir que estaba obsesionada, pero quien tan siquiera llegue a pensarlo, le aseguro, le puedo decir de frente, en su misma cara que no sabe nada, ni un poquito del amor que una mujer puede llegar a sentir: del desapego a todo, del alejamiento que muchos han confundido con ceguera. Yo puedo decirles que están equivocados, amigos, amigas, están sobreestimando, manteniendo la jerarquía de una idea difundida para desprestigiar la profundidad del sentimiento: lo que han tomado por ceguera no es más que énfasis, enfoque, encuadre. ¿Han visto esas películas cuando el director acerca la cámara para resaltar un punto? Algo parecido era mi sentimiento. Una vez sentido se empoderó de mí, mi vida fue cámara en zoom al cien por ciento, al mil por ciento; acercamiento hiperrealista, como dirían muchos de esos vagos pseudointelectuales, todólogos, aburridólogos que una se encuentra por los café, en busca de profundidad. En ese tiempo trabajaba en una tienda de ropa, en el centro, donde el entrenamiento para combatir la competencia era gritar, alto, muy alto, más alto que nadie y que todas, hasta poder alcanzar bemoles inverosímiles. Los gritos crecían agarrando a las personas por el cuello, internándolas en las tiendas donde los precios se debatían entre más barato, mejores; entre más caros, mucho mejores. Ahí fue donde lo conocí. Llegó el día que todo iniciaba, cuando la ropa estaba fresca como flores, antes de agarrar ese tufito húmedo que también fuimos tomando nosotros. No sé si me habrá visto.

                                                                                     

Si me lo preguntan, bueno, si quieren mi opinión, les puedo decir que no había visto nada. Sólo llegué y punto, saben, sin muchas esperanzas: necesitaba el empleo; algo me decía que había nacido para trabajar en la tienda, y para nunca haber trabajado en nada, me caía como echo a la medida. A mí no me interesaba nada después de eso; pero no vayan a pensar que soy insensible, simplemente estaba feliz donde estaba, ¿entienden?, conforme, satisfecho, ¿y quién puede querer algo más cuando está satisfecho?



Pensé que él haría el primer movimiento: yo y mis ilusas ilusiones. Ni siquiera se movió, estaba ahí, parado, sin hacer nada; sabía muy bien que yo lo miraba, sabía que hacía ojitos cuando pasaba enfrente suyo: él sólo se quedaba tieso, viéndome con la misma estúpida sonrisa que parecía un rictus fabricado. Pero en la calle, al ver pasar a las mujeres que desfilaban sin ton ni son por la avenida, les sonreía, les atraía. Ponía esa pose extraña, con la mano en la cintura: imagino que las enloquecía, por eso siempre estaba en la entrada de la tienda, siempre atento, esperando que llegaran, que lo vieran. Eso engrandecía su ego. Fue por ese tiempo cuando me dieron la llave para abrir el local; en realidad, yo lo había pedido: me había enterado que él siempre llegaba temprano, primero que todos: sin importar qué, lo obligaría a hacer el primer movimiento, lo orillaría sin más, no le dejaría opciones hasta que lo hiciera. En última instancia, yo lo haría. Entonces, lo hice.



A decir verdad, no me lo esperaba. Pensé que todos esos coqueteos eran puro apantallamiento; pero se acercó, demasiado cerca para mi gusto, pero lo hizo. Acercó sus labios a mi oreja y entre dientes, como escupiendo las palabras, me incriminó, casi me reclamó que  la ignoraba. Que como era posible que no la hubiera visto, que ella estaba allí siempre, que había dejado pasar muchas oportunidades…



…y no voy a soportarlo más, le dije. Él se quedó tieso, como esas estatuas romanas. Su reacción, natural, claro, sólo dejó traslucir toda la sorpresa que sentía. Por eso lo dejé ahí, parado, sin decirle nada más. Tácticas, estrategias, eso necesitaba. Nada más infalible: hacerlo pensar que me tenía en sus manos, para después escapar. Confusión, es lo mejor que podés hacer, Mariana, confundirlo, ponerlo loquito; eso les gusta. Pero nada. Pasaron los días y ocurrió exactamente lo mismo. Yo lo miraba por largos ratos, mi cabeza se cansaba tanto que tenía que apoyarla sobre mis manos. Era como estar sobre un trípode, grabando mientras él ignoraba la cámara y seguía en su trabajo, ¿acaso no pasaría nada?  



¿Miedo? No, no sentía miedo; ustedes no comprenderían. Nada me hubiera gustado más que caminar hacia ella, tocarle la cara con la mano; pero estaba imposibilitado. No era parte de mí. Ella pasaba muchas veces, pasaba a mi lado y suspiraba; pero ¿qué podía hacer yo?, era salirme del molde, no era posible, aunque yo quisiera.



La silla me ahogaba, la sentía pequeña estrechándome las caderas que crecían desproporcionadas; las caderas mágicas: fi, fai, fo. Adiós silla; adiós tienda. Al salir rocé mis caderas con su mano. Otro día. Abrí la puerta mientras él miraba mi escote y sonreía, ¿sonreía?, tal vez, no podría satisfacer su curiosidad, porque lo ignoraba. Había decidido ignorarlo ¿Cómo lo supe, entonces? Era inevitable. Miren, fíjense, ¿ustedes no mirarían, no mirarían si ese día hubiera usado un gran escote? El plan era sencillo.



Dejarme verla, sí. Llegar de noche para que la viera, sí, eso hizo. Entonces, ya sabrán cuál era mi trabajo, a qué me dedicaba. Impresionante, ¿no? Pero más impresionante fue verla llegar, acercarse y darme un beso; alzar mi mano, tocarla; besarme nuevamente para decir que llegaría de nuevo al día siguiente. Pero no llegó, tampoco llegó en la mañana. Vinieron los dueños con la llave y dijeron a los empleados que estaba enferma: el chiflón, ya saben, la había resfriado.



Fue tomar su mano, mi mano, sentirla sobre mí, sentirme desprendido; rodando casi, acariciándolo todo; bajando, subiendo, subiendo, bajando mientras yo miraba únicamente. Él sólo observaba. Me dediqué a controlarlo todo mientras un dedo mío cerraba su boca. Silencio. No había más que expresar que no expresaran mis dedos, ausentes de mí y presentes en ella. Fui cuidadosa: él puede decirlo. Sus movimientos eran casi convulsos. Mi aroma se expandía, atmosferaba, iba impregnando mi cuerpo, atrayendo sus dedos como los gritos atraían a las personas. Por un momento sentí que la ropa abría los brazos para abrazarme y olvidaba el olor húmedo; comencé a gritar. Se detuvo. Pensé que mis gritos atraerían gente, como los gritos aprendidos en el entrenamiento. Por eso salí corriendo.



Al día siguiente, habíamos construido un puente entre nuestras miradas. Cómplices, las camisas y vestidos alumbraban con luz nueva y se vendían como pan caliente. Todo iba bien hasta que llegó la dueña con sus reproches. Me dijo irresponsable, salió con la típica reprimenda del “tiempo es oro”, más otro montón de mierda. Sin más, me quitó la llave. ¿Cómo podría verlo ahora? Busqué sus ojos entre la gente, pero el puente se había roto. Todos se amontonaban, entraban y salían, lo nublaban. Nuevamente las caderas mágicas, la claustrofobia: adiós silla, adiós tienda. Pude tocar su mano al salir: habría que idear otro plan para verlo.



Esa noche no vino. Tampoco la siguiente, y mucho menos las posteriores.



El plan era simple: la fuga. ¿Siguen pensando que estaba obsesionada? Entonces todavía no han comprendido el amor que una mujer puede llegar a sentir. Pero no importa: estoy segura que él comprendía, que comprendió muy bien cuando llegué a decírselo: sería en la noche, en un día como cualquiera, sólo yo podía saberlo. Primero tendría que conseguir la llave: comprometí la mitad del sueldo para poder cerrarle la boca a la encargada: veinte minutos, me dijo, nada más. El cerrajero fue rápido. Cuando regresé con la llave, me dijo que quería la mitad de lo que robara. Tuve que mentirle, una pequeña mentirita. Luego, llegaría la noche, la noche única que sería una sorpresa; me vería llegar y se sorprendería, incluso hablaría con emoción mientras acabara el trabajo, sencillo, fácil como rebanar el pastel, servir el café, tomar el pago y devolver el cambio. Eso pensaba, eso pensé aquella noche única; pero los planes, ustedes saben, nunca salen como una quisiera. Me llevé toda la tarde esperando en mi casa (falté por no levantar sospechas); cuando llegó la noche, tomé las llaves y caminé despacio, haciendo tiempo, caminando despreocupada los quince minutos que nos separaban; quince minutos que fueron veinte a mi paso, veinticinco cuando me reconoció y vi como una leve sonrisa se afirmaba en su rostro, una firma imperceptible, Giocondana, que únicamente yo podía reconocer. La llave entró, buen Cerrajero, abriendo lentamente, suavemente la persiana para no hacer demasiado ruido. Si se acercaran un poco, podrían sentir como late todavía. Así su corazón latía tras el vidrio; yo podía sentirlo, escucharlo tan alto que ponía mi dedo índice sobre la boca: así, para poder callarlo. Giré la llave una y otra vez, una y otra vez sacándola, volviéndola a meter, cambiando de llave; buscándole maña, unas veces arriba, otras abajo; empujando la puerta desesperadamente, coléricamente hasta gritar de furia. Volteé a verlo para darme cuenta que no se había movido ni un centímetro; miré su rostro apacible, inamovible, cerámico; su sonrisa creada para seducir señoras ¡Aaaaaah!, tomé una piedra grande, esa, la que servía de cuña. La alarma orquestó el sonido de los vidrios cayendo; los perros se reunieron expectantes alrededor, mientras miraban como desnudaba el cuerpo (de nada me servía su ropa), como arrastraba su plástica simetría sobre el vidrio, como lo alenté a moverse con palabras amorosas, de amante frágil. Cuando la dueña llegó, supe que estaba despedida. Días después me di cuenta que la encargada de llaves había soltado todo; no sé por qué, tal vez  por remordimiento. Claro que él conservó su empleo ¿qué culpa podía tener? Muchas veces, cuando salgo del café, lo veo parado tras la vitrina, esperando que alguien llegue arrullado entre los gritos que crecen, tomando a las personas por el cuello, internándolas en la tienda donde los precios se debaten entre más barato, mejor; entre más caro, mucho mejor.








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