martes, 13 de diciembre de 2011

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Ustedes van a decir que estaba obsesionada, pero quien tan siquiera llegue a pensarlo, le aseguro, le puedo decir de frente, en su misma cara que no sabe nada, ni un poquito del amor que una mujer puede llegar a sentir: del desapego a todo, del alejamiento que muchos han confundido con ceguera. Yo puedo decirles que están equivocados, amigos, amigas, están sobreestimando, manteniendo la jerarquía de una idea difundida para desprestigiar la profundidad del sentimiento: lo que han tomado por ceguera no es más que énfasis, enfoque, encuadre. ¿Han visto esas películas cuando el director acerca la cámara para resaltar un punto? Algo parecido era mi sentimiento. Una vez sentido se empoderó de mí, mi vida fue cámara en zoom al cien por ciento, al mil por ciento; acercamiento hiperrealista, como dirían muchos de esos vagos pseudointelectuales, todólogos, aburridólogos que una se encuentra por los café, en busca de profundidad. En ese tiempo trabajaba en una tienda de ropa, en el centro, donde el entrenamiento para combatir la competencia era gritar, alto, muy alto, más alto que nadie y que todas, hasta poder alcanzar bemoles inverosímiles. Los gritos crecían agarrando a las personas por el cuello, internándolas en las tiendas donde los precios se debatían entre más barato, mejores; entre más caros, mucho mejores. Ahí fue donde lo conocí. Llegó el día que todo iniciaba, cuando la ropa estaba fresca como flores, antes de agarrar ese tufito húmedo que también fuimos tomando nosotros. No sé si me habrá visto.

                                                                                     

Si me lo preguntan, bueno, si quieren mi opinión, les puedo decir que no había visto nada. Sólo llegué y punto, saben, sin muchas esperanzas: necesitaba el empleo; algo me decía que había nacido para trabajar en la tienda, y para nunca haber trabajado en nada, me caía como echo a la medida. A mí no me interesaba nada después de eso; pero no vayan a pensar que soy insensible, simplemente estaba feliz donde estaba, ¿entienden?, conforme, satisfecho, ¿y quién puede querer algo más cuando está satisfecho?



Pensé que él haría el primer movimiento: yo y mis ilusas ilusiones. Ni siquiera se movió, estaba ahí, parado, sin hacer nada; sabía muy bien que yo lo miraba, sabía que hacía ojitos cuando pasaba enfrente suyo: él sólo se quedaba tieso, viéndome con la misma estúpida sonrisa que parecía un rictus fabricado. Pero en la calle, al ver pasar a las mujeres que desfilaban sin ton ni son por la avenida, les sonreía, les atraía. Ponía esa pose extraña, con la mano en la cintura: imagino que las enloquecía, por eso siempre estaba en la entrada de la tienda, siempre atento, esperando que llegaran, que lo vieran. Eso engrandecía su ego. Fue por ese tiempo cuando me dieron la llave para abrir el local; en realidad, yo lo había pedido: me había enterado que él siempre llegaba temprano, primero que todos: sin importar qué, lo obligaría a hacer el primer movimiento, lo orillaría sin más, no le dejaría opciones hasta que lo hiciera. En última instancia, yo lo haría. Entonces, lo hice.



A decir verdad, no me lo esperaba. Pensé que todos esos coqueteos eran puro apantallamiento; pero se acercó, demasiado cerca para mi gusto, pero lo hizo. Acercó sus labios a mi oreja y entre dientes, como escupiendo las palabras, me incriminó, casi me reclamó que  la ignoraba. Que como era posible que no la hubiera visto, que ella estaba allí siempre, que había dejado pasar muchas oportunidades…



…y no voy a soportarlo más, le dije. Él se quedó tieso, como esas estatuas romanas. Su reacción, natural, claro, sólo dejó traslucir toda la sorpresa que sentía. Por eso lo dejé ahí, parado, sin decirle nada más. Tácticas, estrategias, eso necesitaba. Nada más infalible: hacerlo pensar que me tenía en sus manos, para después escapar. Confusión, es lo mejor que podés hacer, Mariana, confundirlo, ponerlo loquito; eso les gusta. Pero nada. Pasaron los días y ocurrió exactamente lo mismo. Yo lo miraba por largos ratos, mi cabeza se cansaba tanto que tenía que apoyarla sobre mis manos. Era como estar sobre un trípode, grabando mientras él ignoraba la cámara y seguía en su trabajo, ¿acaso no pasaría nada?  



¿Miedo? No, no sentía miedo; ustedes no comprenderían. Nada me hubiera gustado más que caminar hacia ella, tocarle la cara con la mano; pero estaba imposibilitado. No era parte de mí. Ella pasaba muchas veces, pasaba a mi lado y suspiraba; pero ¿qué podía hacer yo?, era salirme del molde, no era posible, aunque yo quisiera.



La silla me ahogaba, la sentía pequeña estrechándome las caderas que crecían desproporcionadas; las caderas mágicas: fi, fai, fo. Adiós silla; adiós tienda. Al salir rocé mis caderas con su mano. Otro día. Abrí la puerta mientras él miraba mi escote y sonreía, ¿sonreía?, tal vez, no podría satisfacer su curiosidad, porque lo ignoraba. Había decidido ignorarlo ¿Cómo lo supe, entonces? Era inevitable. Miren, fíjense, ¿ustedes no mirarían, no mirarían si ese día hubiera usado un gran escote? El plan era sencillo.



Dejarme verla, sí. Llegar de noche para que la viera, sí, eso hizo. Entonces, ya sabrán cuál era mi trabajo, a qué me dedicaba. Impresionante, ¿no? Pero más impresionante fue verla llegar, acercarse y darme un beso; alzar mi mano, tocarla; besarme nuevamente para decir que llegaría de nuevo al día siguiente. Pero no llegó, tampoco llegó en la mañana. Vinieron los dueños con la llave y dijeron a los empleados que estaba enferma: el chiflón, ya saben, la había resfriado.



Fue tomar su mano, mi mano, sentirla sobre mí, sentirme desprendido; rodando casi, acariciándolo todo; bajando, subiendo, subiendo, bajando mientras yo miraba únicamente. Él sólo observaba. Me dediqué a controlarlo todo mientras un dedo mío cerraba su boca. Silencio. No había más que expresar que no expresaran mis dedos, ausentes de mí y presentes en ella. Fui cuidadosa: él puede decirlo. Sus movimientos eran casi convulsos. Mi aroma se expandía, atmosferaba, iba impregnando mi cuerpo, atrayendo sus dedos como los gritos atraían a las personas. Por un momento sentí que la ropa abría los brazos para abrazarme y olvidaba el olor húmedo; comencé a gritar. Se detuvo. Pensé que mis gritos atraerían gente, como los gritos aprendidos en el entrenamiento. Por eso salí corriendo.



Al día siguiente, habíamos construido un puente entre nuestras miradas. Cómplices, las camisas y vestidos alumbraban con luz nueva y se vendían como pan caliente. Todo iba bien hasta que llegó la dueña con sus reproches. Me dijo irresponsable, salió con la típica reprimenda del “tiempo es oro”, más otro montón de mierda. Sin más, me quitó la llave. ¿Cómo podría verlo ahora? Busqué sus ojos entre la gente, pero el puente se había roto. Todos se amontonaban, entraban y salían, lo nublaban. Nuevamente las caderas mágicas, la claustrofobia: adiós silla, adiós tienda. Pude tocar su mano al salir: habría que idear otro plan para verlo.



Esa noche no vino. Tampoco la siguiente, y mucho menos las posteriores.



El plan era simple: la fuga. ¿Siguen pensando que estaba obsesionada? Entonces todavía no han comprendido el amor que una mujer puede llegar a sentir. Pero no importa: estoy segura que él comprendía, que comprendió muy bien cuando llegué a decírselo: sería en la noche, en un día como cualquiera, sólo yo podía saberlo. Primero tendría que conseguir la llave: comprometí la mitad del sueldo para poder cerrarle la boca a la encargada: veinte minutos, me dijo, nada más. El cerrajero fue rápido. Cuando regresé con la llave, me dijo que quería la mitad de lo que robara. Tuve que mentirle, una pequeña mentirita. Luego, llegaría la noche, la noche única que sería una sorpresa; me vería llegar y se sorprendería, incluso hablaría con emoción mientras acabara el trabajo, sencillo, fácil como rebanar el pastel, servir el café, tomar el pago y devolver el cambio. Eso pensaba, eso pensé aquella noche única; pero los planes, ustedes saben, nunca salen como una quisiera. Me llevé toda la tarde esperando en mi casa (falté por no levantar sospechas); cuando llegó la noche, tomé las llaves y caminé despacio, haciendo tiempo, caminando despreocupada los quince minutos que nos separaban; quince minutos que fueron veinte a mi paso, veinticinco cuando me reconoció y vi como una leve sonrisa se afirmaba en su rostro, una firma imperceptible, Giocondana, que únicamente yo podía reconocer. La llave entró, buen Cerrajero, abriendo lentamente, suavemente la persiana para no hacer demasiado ruido. Si se acercaran un poco, podrían sentir como late todavía. Así su corazón latía tras el vidrio; yo podía sentirlo, escucharlo tan alto que ponía mi dedo índice sobre la boca: así, para poder callarlo. Giré la llave una y otra vez, una y otra vez sacándola, volviéndola a meter, cambiando de llave; buscándole maña, unas veces arriba, otras abajo; empujando la puerta desesperadamente, coléricamente hasta gritar de furia. Volteé a verlo para darme cuenta que no se había movido ni un centímetro; miré su rostro apacible, inamovible, cerámico; su sonrisa creada para seducir señoras ¡Aaaaaah!, tomé una piedra grande, esa, la que servía de cuña. La alarma orquestó el sonido de los vidrios cayendo; los perros se reunieron expectantes alrededor, mientras miraban como desnudaba el cuerpo (de nada me servía su ropa), como arrastraba su plástica simetría sobre el vidrio, como lo alenté a moverse con palabras amorosas, de amante frágil. Cuando la dueña llegó, supe que estaba despedida. Días después me di cuenta que la encargada de llaves había soltado todo; no sé por qué, tal vez  por remordimiento. Claro que él conservó su empleo ¿qué culpa podía tener? Muchas veces, cuando salgo del café, lo veo parado tras la vitrina, esperando que alguien llegue arrullado entre los gritos que crecen, tomando a las personas por el cuello, internándolas en la tienda donde los precios se debaten entre más barato, mejor; entre más caro, mucho mejor.








sábado, 10 de diciembre de 2011

LA POSICIÓN POLÍTICA Y LA REACCIÓN DE RUBEN DARÍO ANTE LA AMENAZA NEOCOLONIAL ESTADOUNIDENSE



En el siguiente ensayo trataré de determinar en la obra «Cantos de vida y Esperanza (1905)» de Rubén Darío, cuál era su posición política e ideológica al momento de escribir la obra y qué reacción tuvo Darío ante la amenaza neocolonial estadounidense. El ensayo tendrá como fin hacer un recorrido histórico, enmarcando el contexto de la obra; determinar las reacciones de Darío y su manifestación ante la «amenaza yanqui»; analizar con profundidad la obra y extraer los fragmentos referentes a su reacción ante dicha amenaza; con el fin de mostrar los pensamientos ideológicos de Darío que, partiendo de una raíz unionista en él, dan pie y justifican el propósito y objetivos del ensayo. Como parte del método cualitativo utilizaré comparaciones entre el contexto histórico y la obra, apo-yandome en ensayos previos sobre el tema, para determinar y analizar los componentes que responderán mis preguntas de investigación. Así, siendo un ensayo descriptivo de la obra enfocada en la historia, me basaré en el nuevo historicismo y materialismo cultural, postulando la premisa que critica la posición unívoca de Foucault sobre el poder, (Selden, 2001: 232) y sosteniendo que: “cada historia del sometimiento también contiene una historia de resistencia y que esta resistencia no es sólo un síntoma de una justificación para el sometimiento, sino la verdadera marca de una «diferencia» (Derrida, 1966) que siempre evita que el poder cierre las puertas al cambio” (Selden: 2001). Según ellos, el sujeto puede tomar tres estadios: un sujeto que acepte libremente el discurso oficial, un sujeto que reniegue de dicho discurso y otro que busque un discurso más coherente con su posición ideológica. Éste se desindentifica, reconstruyendo o, más bien, recreando una identidad que buscará en lo propio, en lo perteneciente; revirtiendo así el discurso oficial, volcando sobre él su cultura para soterrarlo. Con lo anterior, intentaré descubrir en cuál de las tres posturas estaría enmarcado el pensamiento y la reacción de Darío ante la injerencia yanqui en América Latina.

A comienzos del siglo XIX, la independencia de las colonias españolas en América da pie a otras potencias europeas, entre ellas Inglaterra, para vislumbrar Hispanoamérica como principal foco de sus intereses expansionistas. La expansión económica en ese siglo era una prioridad colonial, pues determinaría la posterior lucha de potencias y el establecimiento de una hegemonía económica. Siendo América Latina primordial para muchos proyectos, uno de ellos, el canal interoceánico; las potencias, desde su independencia, intentaron cernir sobre ella su poderío. También Estados Unidos veía en los países del sur su principal foco de influencia económica, apoyando así la independencia de estos países, manteniendo a raya la intervención de cualquier país extranjero con la Doctrina Monroe, y asegurándose así la cabeza en las relaciones económicas con las naciones en gesta. La Santa Alianza, en defensa de los intereses Carlistas, intentaría recuperar las antiguas colonias; Inglaterra comenzaba su expansión, repartiéndose o tomando por la fuerza algunas regiones del sur y centro del continente. Claro que dicha Doctrina impedía la intervención extranjera en los asuntos interiores Latinoamericanos; pero también abría paso para que Estados Unidos tomara cartas en el asunto económicos. La expansión comenzaba por Texas: México perdió la mayor parte de su territorio en 1845. Manteniéndose un poco pasivo aún, por dentro fortaleciendo sus huestes militares y políticas, la guerra Hispanoamericana (1989) completaría la demostración de las intenciones autárquicas. Para el siglo XX, Roosevelt expone que Estados Unidos debían hacer sentir mundialmente su influencia, y si sus intereses chocaban con otras naciones, la única manera de resolverlos, sería por la fuerza.

Es en ese siglo cuando claramente se demuestra y extiende el brazo imperialista sobre Latinoamérica. Debilitada España, (Darío sería enviado por La Nación para documentar la situación española), Estados Unidos comenzaría a plantear condiciones a Cuba; sosteniendo la implantación de la democracia, implementaría exclusivismos en la Isla para que únicamente pudiera mantener relaciones con Estados Unidos, cediendo así territorios carboneros y zafras azucareras. A pesar del «no intenvercionismo» sostenido en la Doctrina Monroe, Estados Unidos rodearía con tropas a Haití, en 1902, por cuestión de sus deudas. Intervendría, a medias, en el conflicto entre Nicaragua, Honduras y el Salvador; teniendo sus miras reales en Panamá. Es por eso que para 1903, la influencia Norteamericana sobre los países de Centroamérica se notaría fuertemente, puesto que, para hacer una vía directa hacía la independencia de Panamá, hacía el codiciado canal interoceánica, forzosamente tendría que establecer presiones sobre los demás países del Istmo. Estados Unidos intervendría en Nicaragua para 1903, comenzando así las intrigas, que seis años más tarde, provocarían la destitución del presidente liberal José Santos Zelaya.



«La traición de Estrada[1]inicio la caída de Zelaya. Éste quiso evitar la intervención yanqui, y entregó el poder al doctor Madriz[2], quien pudo deshacer la revolución en un momento dado, a no haber tomado parte los Estados unidos, que desembarcaron tropas de sus barcos de guerra para ayudar a los revolucionarios» (Autobiografía: 1912)



Partiendo de este contexto histórico, puedo empezar a determinar qué posiciones políticas tenía Darío y cuál fue su reacción ante la amenaza Estadounidense. Sandro Abate dice que Darío comienza su producción referente hacia Estados Unidos desde 1870, y toma dos vías base para poder enmarcar el análisis: su obra y las relaciones político diplomáticas con ese país. Darío miraba en Estados Unidos una amenaza, aunque admiraba la desproporcionada fuerza que iba adquiriendo esa nación. Podemos encontrar en dos poemas, los Cines y Augurios, como Darío manifiesta la amenaza:



«Brumas septentrionales nos llenan de tristeza,
se mueren nuestras rosas, se agotan nuestras palmas,
casi no hay ilusiones para nuestras cabezas,
y somos los méndigos de nuestras pobres almas.

Nos predican la guerra con águilas feroces
….
¿Seremos entregados a los bárbaros fieros?
¿Tantos millones de hombres hablaremos inglés?»

(Cantos de vida y Esperanza: 1905)



«Hoy pasó un águila
sobre mi cabeza,
lleva en sus alas
la tormenta,
el rayo que deslumbra y aterra.
¡Oh, águila!
Dame la fortaleza
de sentirme en el lodo humano
con alas y fuerza
para resistir los embates
de las tempestades perversas,
de arriba las cóleras
y de abajo las roedoras miserias.»

(Cantos de Vida y Esperanza: 1905)



En ambos poemas encontramos el designio que Darío hace sobre la amenaza que se cernía sobre Latinoamérica. Hombre inteligente, de alcances culturales y, sobre todo, espectador por más de una vez de la grandeza que exhumaba Estados Unidos, él mismo dirá en su primera incursión a Nueva York que «sentía respirar en un país de cíclopes, comedores de carne cruda, herreros bestiales, habitadores de casas de mastodontes. Colorados, pesados, groseros, van por sus calles empujándose y rosándose animalmente, a la caza del dólar. El ideal de esos calibanes[3] está circunscrito a la bolsa y a la fábrica. Comen, comen, calcula, beben whisky y hacen millones […]» (El triunfo de Calibán: 1898). Presentía, como muchos otros, entre ellos Rodó[4], que Estados Unidos era una máquina en crecimiento, y como cualquier ser, necesitaba sustancia para desarrollarse. Si bien Darío pensaba que la poesía, y el arte en general, debían estar desligados de la política (en Azul demuestra esa intención), no podía separarse del sentimiento general que impregnaba el final de siglo ni el principio del siguiente. Es por eso que demuestra su cambio, no total, pero más consciente en «Cantos de Vida y Esperanza» «Si en estos cantos hay política, es porque aparece universal» dirá Darío en la introducción al libro, pues el sentir se traducía en todos los ámbitos Americanos. La intención del libro es denunciar, un grito de auxilio para la raza Americana, incluida la española. Pero ¿por qué llamar a un libro casi socorrista, donde una tempestad, una sombra colosal, donde «Un gran vuelo de cuervo mancha el azul celeste», Cantos de vida y Esperanza? El libro no es un libro pesimista. Combinado con las ideas unionistas, combate los embates enemigos y dónde hay oscuridad, una luz parece abrirse paso magníficamente clara:


«He lanzado mi grito, Cisnes, entre vosotros,
que habéis sido fieles en la desilusión,
mientras siento una fuga de americanos potros
y el estertor postrero de un caduco león…

…Y un Cisne negro dijo «La noche anuncia el día.»
Y uno blanco: «¡La aurora es inmortal, la aurora
es inmortal!» ¡Oh, tierra de sol y de armonía,
aún guarda la Esperanza la caja de Pandora!»

(Cantos de Vida y Esperanza, 1905)

«El título – Cantos de vida y esperanza, - si corresponde en gran parte a lo contenido en el volumen, no se compadece con algunas notas de desaliento, de duda, o de temor a lo desconocido, al más allá.» Dirá Darío en Historia de mis libros, para explicar su verdadera intención. El libro revive mucho del sentimiento unionista, americanista, e incluso adhiere a ese sentimiento la redención de una España decadente, vieja y derruida.

«Pálidas indolencias, desconfianzas fatales que a tumba
o a perpetuo presidio condenasteis al noble entusiasmo,
ya veréis el salir del sol en un triunfo de liras,
mientras dos continentes, abonados de huesos gloriosos,
digan al orbe: la alta virtud resucita
que a la hispana progenie hizo dueña de siglos.»

(Salutación del optimismo, 1905)



Rubén Darío, según J. F. Normad, adopta el ibero americanismo, y predica la necesidad de que los pueblos Americanos se unan, no desde una postura panamericanista, rúbrica utilizada por los Estados Unidos desde tiempos de Valle y Bolívar, sino de una «América Nuestra», donde las fuerzas americanas no tengan nada que envidiar a los Calibanes, sino que tomen lo provechoso de sus ambiciones.



«Mas la América nuestra, que tenía poetas
desde los viejos tiempos de Netzahualcoyotl,
que ha guardado las huellas de los pies del gran Baco,
que al alfabeto pánico en un tiempo aprendió;
que consultó los astros, que conoció la Atlántida,
cuyo nombre nos llega resonando en Platón,
que desde los remotos momentos de su vida,
vive de luz, de fuego, de perfume, de amor…


Tened cuidado ¡Vive la América española!
Hay mil cachorros sueltos del León Español.
Se necesitaría, Roosevelt, ser por Dios mismo,
el riflero terrible y el fuerte Cazador,
para poder teneros en vuestras férreas garras.»

(A Roosevelt, 1905)



Rubén Darío no era político, si bien es cierto que sostuvo, en su vida, varios puestos diplomáticos. Sin embargo, la influencia que Martí tuvo sobre él es innegable. Participaciones de Darío en la revista Ariel pueden dejar ver el americanismo que promulgó Martí en Nuestra América, y que, años más tarde, se dejarán ver en “Cantos de vida y Esperanza. “Darío mismo se declaró discípulo de la americanidad y de la independencia del espíritu abogada por Martí. Lo que caracteriza el americanismo de Martí es la busca de originalidad propia a través de la asimilación y conocimiento de formas del pensamiento extranjero. Darío compartió este cosmopolitismo. (Henkel, 2009) El libro demuestra toda la fuerza y esperanza que Darío dejaba en la fortaleza americana, en su poderío como raza única, y sobre todo en la poesía.



«Esperad todavía.
El bestial elemento se solaza
en el odio a la sacra poesía
y se arroja baldón de raza en raza.

La insurrección de abajo
tiende a los Excelentes.
El caníbal codicia su tasajo
con roja encilla y dientes afilados.

Torres, poned al pabellón sonrisa.
Poned ante ese mal y ese recelo
una soberbia insinuación de brisa
y una tranquilidad de mar y cielo»

(IX, 1903)


 
Cantos de vida y Esperanza revela a un Darío menos afrancesado, como diría de él en otro tiempo Juan Varela, revela un Darío, sin bien asombrado por la grandeza y poderío Estadounidense, no amedrentado por sus intenciones en «La América Nuestra», pues confiaba que la raza latina surgiría como única nuevamente. Podemos ver esto en el poema «A Roosevelt» donde, si bien es cierto, admite la condición neocolonial e invasora de Estados Unidos:


«Eres los Estados Unidos,
eres el futuro invasor
de la América ingenua que tiene sangre indígena,
que aún reza a Jesucristo y aún habla español.»



Ahora bien, eso no revela una posición antiestadounidense en Darío, más bien dilucida su contraria posición contra el neocolonialismo e imperialismo que las ideas expansionistas tenían como estandarte. Darío tenía clara su posición de hombre cosmopolita, deseaba aunar las ideas, el ímpetu de crecimiento de esa nación para poder crear una patria igualmente fuerte, independiente y, sobre todo, abierta a las nuevas corrientes artísticas o de pensamiento. Prueba contundente es el poema «Salutación al águila», donde alabará el vigor del pueblo estadounidense, queriendo traspasarlo a América Latina:


«Precisión de la fuerza! Majestad adquirida del trueno!
Necesidad de abrirle el gran vientre fecundo a la tierra
para que en ella brote la concreción de oro de la espiga
y tenga el hombre el pan con que mueve su sangre.»

(Salutación al Águila, 1906)


La admiración profunda que llegará a sentir hará posible la invitación que hace para traspasar, como Prometeo hizo con los hombres, el fuego necesario para construir una civilización grande y poderosa:


«¡E, pluribus unum[5]! Gloria, victoria, trabajo!
Tráenos los secretos de las labores del Norte,
y que los hijos nuestros dejen de ser los retores latinos
y aprendan de los yanquis la constancia, el vigor, el carácter. 


Águila, que conoces desde Jove hasta Zarathustra
y que tienes en los Estados Unidos monumento,
que sea tu venida fecunda para estas naciones
que el pabellón admiran constelado de bandas y estrellas»

(Salutación al Águila, 1906)

No obstante, a pesar de la admiración y el anhelo cosmopolita, en ningún momento muestra flaqueza, ni se deja amedrentar por el discurso de Roosevelt. Estados Unidos comenzaba desde principios del siglo XX a expandir su poderío, su discurso de nación democrática y libertadora sobre todo el mundo; discurso que años más tarde, a razón de la fuerza, como dijo una vez Roosevelt, sería manejado como idioma oficial. Darío, siguiendo la posición Historicista, rechaza esa supremacía, defiende lo propio y mantiene la postura en la unión hace la fuerza. En el triunfo del Calibán, donde muestra sus temores, tomando como base principal la imagen carnavalesca de Bakhtín; hace un llamado a la conciencia Hispanoamericana:

 
«De tal manera, la raza nuestra debiera unirse, como se une en alma y corazón, en instantes atribulados; somos la raza sentimental pero también hemos sido dueños de la fuerza. El sol no nos ha abandonado y el renacimiento es propio de nuestro árbol secular.

Desde Méjico hasta la Tierra de Fuego hay un inmenso continente en donde la antigua semilla se fecunda, y prepara en la savia vital, la futura grandeza de nuestra raza. De Europa, del universo, nos llega un vasto soplo cosmopolita que ayudará a vigorizar la selva propia. Más he ahí que del norte parten tentáculos de ferrocarriles, brazos de hierro, bocas absorbentes.»

(El Triunfo del Calibán, 1989)



Ese mismo sentimiento se traducirá años más tarde, y en el transcurso de su escritura, pero sobre todo «Cantos de vida y Esperanza». Rubén Darío presentía la fuerza de su raza, tomaba parte de la fuerza y, al igual que Bolívar y Morazán, promulgaba la unión para repeler la conquista de entes foráneos. En el poema «A Roosevelt», desmiente todos los apañamientos con que Estados Unidos pretendía engañar, y engañaba, a los cachorros del León.

«Crees que la vida es incendio,
que el progreso es erupción;
en donde pones la bala
el porvenir pones.
                                  No.»

(A Roosevelt, 1905)


La esperanza nacida a partir de este conocimiento, engrandecía los ideales de Darío, mantenía un haz de luz, (como toda su poesía quería ser), encendido, alumbrando la sombra y diciendo, señalando su proveniencia. Y aunque «Mañana podremos ser yanquis (y es lo más probable)». Dirá siempre, y sobre todo:


«Únanse, brillen, sacúdanse tantos vigores dispersos;
formen todos un solo haz de energía ecuménica,
Sangre de Hispania fecunda, sólidas, ínclitas razas,
muestren los dones pretéritos que fueron antaño su triunfo.
Vuelva el antigua entusiasmo, vuelva el espíritu ardiente
que regará lenguas de fuego en esa epifanía.
Juntas las testas ancianas ceñidas de líricos lauros
y las cabezas jóvenes que la alta Minerva decora,
así los manes heroicos de los primitivos abuelos,
de los egregios padres que abrieron el surco pristino,
sientan los soplos agrarios de primaverales retornos
y el amor de espigas que inició la labor triptolémica.

Un continente y otro renovando las viejas prosapias,
en espíritu unido, en espíritu y ansias y lengua,
ven llegar el momento en que habrán de cantar nuevos himnos.

La latina estirpe verá la gran alba futura:
en un trueno de música gloriosa, millones de labios
saludarán la espléndida luz que vendrá del Oriente,
Oriente augusto, en donde todo lo cambia y renueva
la eternidad de Dios, la actividad infinita.
Y así sea Esperanza la visión permanente en nosotros.
¡Ínclitas razas ubérrimas, sangre de Hispania fecunda!»
                                                        

(Salutación del optimista, 1905)


Puedo decir, entonces, en un estudio de la obra más representativa sobre la posición que Rubén Darío tenía ante la amenaza neocolonial Estadounidense, que su reacción siempre fue contraria a la invasión y dominación que, a ojos vista, los Estados Unidos promovía como campaña principal, sobre los países Latinoamericanos. Dado su cosmopolitismo, Da-río buscará, según la teoría de los Historicistas Culturales, «un discurso más coherente con su posición ideológica», pues lo que él rechazaba del país del Norte era la imposición y la invasión que suponía su crecimiento. En ningún momento estuvo en contra de la pujanza Estadounidense. Es más, pretendía utilizarla para el crecimiento de las naciones que venían naciendo en América Latina. Como se puede ver en los dos poemas más representativos de ambas posturas: «A Roosevelt» y «Salutación al Águila», en el primero se ve la posición contraria, repelente que tenía contra la imposición, no pensaba que se necesitara las balas para poder conseguir el porvenir; mientras en el segundo poema invita a la potencia para un crecimiento conjunto, una enseñanza como la que hizo Prometeo con los hombres, que los sacara del atraso y traspasara la pujanza y ahínco por el crecimiento que ellos tenían.

La postura que Darío muestra, entonces, es totalmente cosmopolita; quería sentar las bases de una alianza nueva entre Nuestra América y la Hispania, tomando, claro, las formas de desarrollo que Estados Unidos había adquirido con «los secretos de las labores del Norte»; quería refundar la grandeza de España y unirla al crecimiento de América Latina para formar «todos un solo haz de luz ecuménica».


Bibliografía.

Abate, Sandro; Rubén Darío y los EE. UU. Apuntes sobre Rubén Darío y los EE.UU. Revista Estudios Norteamericanos. ISSN 0717 – 3350.

Darío, Rubén (1905). Cantos de Vida y Esperanza; Austral Selección.

Darío, Rubén (1913). Historia de mis libros; Editorial Nueva Nicaragua.

Darío, Rubén (1912). Autobiografía.

Darío, Rubén (1898). El triunfo de Calibán. www.lospobresdelatierra.org/textos/triunfodelcaliban.html.

Chittenden, Harold (2006) Tres siglos de la política expansionista e imperialista de Estados

Unidos. Siglo XIX, XX y XXI.

Henkel, Andrea (2009/2010). Rubén Darío y la cultura Norteamericana. Seminario: el mediterráneo en la poesía del modernismo y del ’27.

Normand, J. F. Las ideas políticas de Rubén Darío. Revista Iberoamericana.

Selden, Raman (2001) La teoría literaria contemporánea: El nuevo historicismo y el materialismo cultura. Tercera ed.















[1] José Dolores Estrada, Presidente de Nicaragua del 20 al 27 de Agosto de 1910.
[2] José Madriz Rodríguez, Presidente de Nicaragua del 21 de Diciembre de 1909 al 20 de Agosto de 1910.
[3] Personaje de la literatura anglosajona. Según Shakespeare en su obra Las tempestades, era hijo de la bruja Sycorax y un diablo. Sycorax se refugia en una isla donde da a luz a Calibán; éste es adoptado como esclavo por Próspero quien le propina malos tratos debido a su previa intención de violar a Miranda, y poblar la isla de muchos calibanes.
[4] José Enrique Camilo Rodó, ensayista uruguayo cuya obra manifestaba el descontento por las presiones Estadounidenses a finales del siglo XVIII.
[5] Es una frase latina, uno de los primeros lemas nacionales de los Estados Unidos, que significa «De muchos, uno».


A Rina
La tentación arpegia sus tentáculos,
me abandona al miedo de asumir testaferros;
sólo entonces puedo deshojar las auroras
como agujetas vistosamente ciegas,
extender los labios hacia la muerte,
lamer sus pasos propietarios del vientre inverso
atezado por la multitud de alumbramientos;
pero las ganas se agotan, se agotan
ante tanto escurrir sonrisas al diluvio,
ante tanto cerrar el mundo, apagar los ojos
y esparcir los brazos presumiendo esperanza:
aguardando esperanza como quien dice suspiro
y la tristeza no se acaba.
Preferí velar mi cerebro con amapolas,
dejarlo clausurado con el rencor del arcoíris,
limpio como el orgasmo de la luna.
Preferí romper mis ojos: profundizarlos
como grietas sin límite ni horizonte,
ni mariposas agitando pétalos
para evitarle soledades a la rosa;
pero recordar produce cicatrices en la lluvia:
el recuerdo se empoza urdiendo raíces
tan profundas como el reposo de las olas,
y huir es la naturaleza del vuelo.

Huí cuando lagrimaba
por sólo descolorarme, decretando
mi vocación de pájaro:
hasta las intenciones se oxidaron con mis alas:
me llamo oxidación y cargo la aurora en las plumas:
uso la edad como pretexto para ausentarme
a la estación obligatoria de todo llanto,
donde las sonrisas epitafian a consuelo
y mi quehacer requiere desgajar tempestades.
Pero las ganas se agotan,
la sonrisa envientra tristeza al tiempo que inversa
parto de grieta en grieta al tanto vacío.
Quise consumir los eólos trapecios
por condensar soledades:
ahorro de aposento al mismo trayecto
aunque el cuerpo transcienda a madejar lirios.
Cada lluvia solsticia su llanto: mayor ápice
que tremenda la dolencia del verdugo,
atlante sin firmeza al humedal impropio del desierto.
Sin más que nazca al rostro, revienta sin más
dejando a las velas engordar lágrimas
como dolores duros o dientes pregoneros de ambiguas
dispersiones: cuán ciego está el sol que no calidece,
que no soslaya las curvas más necesarias para sombrar
tristeza.

Apagar los ojos. Al revés espeja a simiente,
planta a semillar en tierra,
vendaval de mariposas alando amaneceres
que ondulan hondo en el alma.
Adentro principia al acabo.
Adentro palpita como crecer de luciérnagas,
como corriente que a esperanzar trina
sin la menor queja.
Los párpados paraguan por resumir goteras
aunque la humedad hermane pestañas.
Adentro principia al acabo y embriona la ausencia:
la soledad remedia los abrazos sinceros,
arpegia la esperanza necesaria en el recuerdo
donde las palabras dimiten para ser amapolas
y la memoria feretra
como quien dice suspiro.













I

Me mantienen tus labios de imprevisto chubasco,
la embriagante agitación del beso en reposo;
del aliento exhalado en leves lirios
hiriéndome de aroma.
Soy el habitante ineludible de tus ojos:
el efímero reflejo al filo del olvido,
condenado a tu ocular crepúsculo;
y vos, colmada de vacío, expectante
admiradora de mi diario ir
alojando a un rincón del recuerdo,
ves volver los afligidos lagrimales
y cerrás el corazón con manija de miedo,
y me sumís al fondo de tu ausencia terminante,
y me abandonan tus labios de imprevisto chubasco,
tu aliento exhalado en leves lirios;
y sólo me queda el dolor de tu aroma.

II

Duele verte volar inexistente
con tu muda voluntad
de mariposa en pausa;
duele aguardar tu ausencia
inconclusa, anunciada de improviso
en los adioses cotidianos
y en tu cuerpo disgregado
por cada rincón del vacío.
Mi corazón no importa:
cae, rueda y palpita,
y es corazón con su soledad
de abrigo sin cuerpo
y de cuerpo sin abrigo.

Mi corazón no importa.

III

Toca el tono de mi corazón
el súbito silencio en los pétalos
de una mariposa
que desciende y se convierte
en el cadáver de una flor.



Dejen tejer a mis ojos el silencio,
morder al mundo, vivir de olvidos;
abrir los brazos sin bienvenidas
y sin tregua estrecharme a mi sombra.

La soledad me sentencia a ser ciego.
Yo canto mi soledad
con sincera hipocresía;
camino por mi tiempo
hace tiempo construido,
cada vez abrigando mejor mi muerte.

Mis días mueren:
mueren y no resucitan:
el recuerdo es un féretro continuo.

Dejen tejer a mis ojos el silencio,
abrir los brazos sin bienvenidas
y buscarme en el olvido.